lunes, 9 de mayo de 2016

Casablanca



Ayer me miraba de forma distinta. No sé. Creí ver esa luz al final de túnel, desde donde se regresa del lugar al que vamos cuando olvidamos ser nosotros mismos y nos dejamos llevar hasta el límite de lo que deseamos ser.

Ayer me miraba como miran los que persiguen que nunca se les quiera porque quererlos supone tener que devolver "eso" (sea lo que sea) que no se puede (o no se sabrá nunca) corresponder.

Me cogió de la mano y me dijo que no me fuera aún.

Lo dijo como quien no quiere que ese momento acabe nunca y eso fuera verdad. Al menos yo la creí.

Luego se fue, como todos los días (pocos) en los que nos encontramos a medio camino entre su alambrada y la mía. Empezó a llover en mi trayecto a casa, una lluvia intermitente y demasiado cálida para un mes de mayo. Pensé en que ella volvería en tren, en el brillo de las vías mojadas, en que no haría frío y en que todos los momentos se pierden para siempre si nadie los recuerda, ... en que las cosas hubieran podido ser de otra manera sin que supiera qué o cómo hubiera podido cambiarlas.

Tuve la sensación de que se me haría triste volver a todo eso de conocer gente nueva, hacer nuevos amigos, trazar una nueva línea del destino alejado de ella.

Más tarde pensé que se me estaba escapando la vida en cada uno de esos silencios suspendidos en los que siempre acaban cada una de mis frases; en que no me quedaba mucho ya, y en que lo peor de todo no era la falta de tiempo sino la resignación a que todo cruce de caminos acabara siempre en caminos divergentes, en adioses más o menos definitivos.

A que todo fuese siempre lo mismo, a que pocas cosas cambiaran aunque quisiera que cambiaran, a que el azar siempre tuviera la última palabra.

A que seamos hojas al viento bailando al son de una interminable ráfaga de esperanza.





miércoles, 4 de mayo de 2016

La chica de más allá de las nubes



Ana, que tenía los ojos grises como las piedras redondas del lecho de un río; y las manos hechas para acariciar todo lo que tocaba su voz; hablaba poco, eso es cierto, por timidez o porque no sabía qué decir que pudiera interesarle a alguien. Una una vez la vi beber del mar, tengo un vivo recuerdo de ese momento. Es más, creo que dentro de mí, eso la define. No sé el porqué.

Intuyo que tuvo una vez a un niño dentro, a veces la sorprendo moviendo los labios, sé aún le habla todos los días, y que por eso se acostumbró a regar el jardín de una casa, la suya, con muchas ventanas, dicen que las rosas le salían bien porque cuidar se le daba bien, hasta que la guerra en otro país, muy lejos, le hizo un crack a la altura del esternón y se puso a hablarle a niños de carne y hueso, con un chaleco azul con letras muy grandes que no decían nada. Yo ya estaba enamorado de ella antes de conocerla. No sabría decir cómo, pero lo estaba, a veces le decía que éramos las reencarnaciones de dos hermanos gemelos y creo que lo hacía porque me gustaba estar al lado de ella y porque notaba que ella necesitaba estar junto a mí, sin motivo, como todo lo demás que ella sintiese, en silencio, con ganas de abrir la puerta y sacar a pasear lo que tenía dentro.

Y entonces hablaba.

Supongo que era la única vez que dejaba de hablarle a ese niño, yo no lo sabía entonces, pero a veces necesitamos hablar hacia afuera para dejar de hablarnos hacia adentro.

Ana vive a mi lado, duerme junto a mi, pero no conmigo. Éramos, somos, algo así como impermeables el uno para el otro. Dos extraños que añoran a seres invisibles, que buscan el amor en un pasado que sólo existió como posibilidad. Aun así nos llevamos bien. Nos comunicamos incluso cuando no nos decimos nada. Es como si la sola presencia del otro fuera suficiente voz.