miércoles, 27 de agosto de 2014

Paul Auster y el palacio de la luna.


Me lo juego todo a una carta. A veces pienso que la vida es enormemente aburrida y es por eso que me planteo estos abismos: para darle emoción. Sí, ya sé. Podría viajar, conocer mundo, subir montañas, hacer un ironman cada día durante cincuenta días consecutivos... pero prefiero estos momentos en los que me juego meses de trabajo en una sola entrevista, en una sola cita. Y pierdo.

Pierdo para volver a levantarme, para poder llegar de nuevo a otro momento en el que deberé jugármelo todo a una nueva carta. Y volver a perder.

Pero ahora que la rutina es caer, lo emocionante, lo transgresor es ganar. Y me doy cuenta de que tengo miedo a ganar.

Llevo días preguntándomelo. A qué tengo miedo. Y no sabría el decir a qué. Ni el porqué.

A veces pienso que si me salieran las cosas bien me tendría que dedicar a algo que no me gusta, que nunca quise ser ingeniero y que ganar significaría ser esclavo de las decisiones del pasado. Pero entonces surge la gran pregunta; una pregunta que no puedo responder porque quizá pondría patas arriba todo lo que he creído, todo por lo que he luchado... y además. ¿quién abandona a pocos metros de la meta sin motivo?

Por otra parte, la vida que llevo no tiene solución, hace tiempo que lucho contra la idea de que la vida no tiene sentido. Es una idea que, en cuanto te posee, todo pasa a costar mucho más.

Y luego está el tiempo. El tiempo pasa y no vuelve.

Nunca regresas al punto donde podrían cambiar las cosas.

Si pudiera volver atrás, ¿qué cambiaría?

miércoles, 20 de agosto de 2014

Un lugar y un tiempo en el mundo en el que quedarse anclado y esperar a que pase la tormenta.


Me dice que intuye que las cosas van a ir a mejor, que una voz dentro de ella que nunca se equivoca se lo ha dicho en sueños. Y me sonríe con un sonrisa tan frágil como una hoja seca en un cálido día de finales de verano, cuando sabes que todo lo que queda por venir no es más que una prórroga de algo que ya ha pasado.

Asiento con la cabeza sin apartar la vista de la carretera y cuando la miro, unos segundos después, la sorprendo mirándome fijamente las manos. Me gustan tus manos, me dice. Son manos fuertes, a las mujeres nos gustan las manos así, manos en las que puedes confiar, que en cualquier momento pueden agarrarte y sacarte de allí donde estés.

Me pregunto cuántas mujeres habrán escuchado antes esas frases dichas por ellas mismas que las palabras que salían del poseedor de unas manos así. La vista le hace sordo a uno. Cuántas veces me habré visto poseído por una cara bonita cuando todo lo que me decía indicaba que el resto de la persona no era de fiar, y aun así seguí engañándome hasta que no hubo remedio.

La gente es así: quiere creer. Necesita creer. No importa en qué, cualquier excusa basta y sobra.

Seguimos por la carretera hasta llegar a una señal que indica el desvío hacia un hostal un kilómetro dentro de un bosque de encinas. No sé por qué, pero en ese momento recuerdo otro bosque de encinas y otra compañía, un niño en el asiento de atrás y un fin de semana de hace muchos años. Me gustaría poder vivir en un presente sin lagunas de recuerdos que desborden cuando menos me lo espero. Siento cierta nostálgica alegría por poder recordar aquellos días y al mismo tiempo una profunda tristeza por todo aquello que uno pierde por el camino. Si he de ser sincero, pienso que nunca volví a tener algo por lo que mereciera la pena seguir luchando, no desde la época que evoca este bosque de encinas. Supongo que la decadencia es eso, tener un punto de felicidad y bienestar de no retorno, un tiempo y un lugar al que sabes que no vas a poder volver nunca.

El camino se vuelve de tierra y las ruedas hacen crepitar las ramas secas y las pocas hojas que aplastan las ruedas. Los neumáticos absorben con dignidad las diminutas piedras que saltan a nuestro paso y el aire se llena de olor a polvo y a frondosidad; la temperatura baja un par de grados, el sol apenas pasa a través de la tela de araña de hojas y ramas.

S. apaga la radio y baja la ventanilla. Dice que necesita sentir la fuerza del bosque, que de alguna forma que no entiende la recarga de energía; y yo le sonrío porque no sé qué hacer cuando alguien me dice cosas que sólo uno mismo puede comprender. Supongo que es mi manera de decir que lo entiendo.

En cinco minutos llegamos a un claro del bosque y al hostal donde deberíamos escondernos unos días.

martes, 12 de agosto de 2014

Porque si las luces se apagan y me quedo solo, es decir, conmigo mismo, pero sin ti, a veces debo cerrar los ojos aunque esté a oscuras porque una tenue luz que me iluminara por sorpresa me molestaría y dejaría de parecerme la soledad tan oscura y tan sin ti y ¿sabes? creo que no podría soportar eso, que haya vida, o luz, o esperanza de que exista en alguna parte, en algún tiempo.


Yo sé que usted sabe lo mucho que la quería. Sé que lo sabe porque no puede no saberlo, porque a mí se me notaba en el rostro cuando notaba su presencia, y yo sé que usted me quería porque se le notaba en los ojos, y ¿sabe? también creo que a los dos se nos notaba desde afuera la camaradería, y quizá eso sea precisamente lo que más eche de menos; eso de saber que ambos estábamos ahí, sin prejuicios, con los miedos justos y las certezas a flor de piel cuando usted venía y me abrazaba como una enredadera y yo me quedaba quieto porque intuía que necesitaba algo sólido a lo que agarrarse.

No sé si el amor es eso, intuir primero y hacer después lo que a uno le sale de dentro, como si ese lenguaje sólo pudiera hablarse con poca luz lo más cerca posible el uno del otro, reconociendo en el otro las huellas dactilares del cuerpo ajeno como propio y bajando la voz hasta hacerse susurro.

Pero no puedo evitar ser aquello para lo que nací, y un hombre nace para tener cuerpo de piedra y adorar a lunas de hierro. Todo lo demás es cambio. Y uno cambia sólo cuando aprende porque aprender es ir forjando a base de golpes aquello que no se puede cambiar sólo con la voluntad. 

Yo aprendí que dejar marchar a quien se ama no sirve para nada y que la tristeza es sólo el síntoma de un dolor mucho mayor, como lo es la fiebre de la enfermedad que nos ha de matar. Con el tiempo la fui olvidando, no porque yo quisiera, sino porque era inevitable que volviera a vivir otros presentes mucho más inmediatos que su recuerdo, sin embargo aún, de vez en cuando, la recuerdo tan físicamente que tardo en darme cuenta que es mejor no pensar.

Pero a veces me acuerdo de usted.

Y de la camaradería que regentaban nuestros cuerpos.

Y de la voz que se hacía susurro.

Y del destino que nunca fue.

domingo, 3 de agosto de 2014

Cuando sé que me lees me pregunto qué pensarás


Sé que me lees. Algunas veces te imagino leyendo frente a la pantalla de ordenador y veo reflejada la luz de la pantalla en tu cara. Te brillan las pupilas y no sé el porqué, pero imagino que en tu casa en ese momento hay un silencio amable, de esos de taza de té y zapatillas. Desde que los grifos no gotean al silencio se le ha acabado su banda sonora.

Y me pregunto qué será de ti, y me digo a mí mismo que parece mentira que, sin conocerte en persona, significaras tanto en mi vida. Esa época fue una de las mejores de recuerdo y, la verdad, no es que la eche de menos, pero sí me falta esa extraña región en la que nos encontrábamos a medio camino del hilo de araña que unía mi muñeca a la barandilla de tu balcón.

Si he de ser sincero, ya nunca volví a ser el mismo. Apenas escribo porque ya no me reconozco en mis palabras, y las leo y pienso que me he acabado convirtiendo en la peor versión del hombre que tú imaginabas que yo era. El tiempo se ha ido encargando de llevarme al lado menos humano del vivir, donde los sueños se convierten en condenas.

Me decepciona decepcionar a las personas que creen en mí.  Y de todas las personas a las que he decepcionado quizá seas la que más me dolió hacerlo. Porque no hubo consecuencias, porque nunca habrá más que sueños que nunca empezaron, o no hubo ninguna posibilidad de que empezaran porque la distancia es un océano plagado de monstruos que aterra con sólo nombrarlo. Y porque el mundo ya no es tan amplio como creíamos.

El caso es que esta tarde de domingo, un domingo sin melancolías y de obras menores, de cables y clavos, de papeles que tirar y revistas que ordenar, a mí me dolió recordar al hombre que fui, y que en parte fue gracias a ti.

Y si es verdad que el más allá existe, tú y yo coincidiremos de nuevo en aquel lugar común, esté donde esté. Y viviremos junto al mar. Si alguna vez tú y yo volvemos a encontrarnos el mar se reflejará en nuestros ojos como sé que ahora la luz de la pantalla se refleja, a cada lado del hilo de araña que nos une, en ellos.