lunes, 7 de abril de 2014

Todo texto es una profecía, no porque intervenga algo mágico y se pueda adivinar el futuro, sino porque cuando uno escribe en realidad plasma el deseo inconsciente de que algo suceda, o el de que algo que sabe que es probable y teme no llegue a pasar nunca. No sé qué ocurrió contigo, si lo uno o lo otro, ni si lo que voy a escribir a continuación tiene que ver con la esperanza de que suceda o con el terror de que no lo haga ya nunca más.



Hace tiempo que no sé nada de María, su personaje se perdió en el abismo de mi vida junto con los otros personajes de la novela que nunca acabé. Lo que no sabe nadie es que María existe en carne y huesos y sigue con su vida muchos años después de que yo la imaginara. Lo que tampoco sabe nadie es que María y yo aún no nos conocemos, que aún no sabemos el uno del otro, perdidos cada uno en su laberinto, a millones de átomos de distancia, atrapados en la tela de araña de ese destino que no llega. 

A María la soñé tan nítida que cuando aquella mañana desperté pensé que se había ido antes del alba, y si he de ser sincero, hasta creí notar el calor residual de su cuerpo bajo el edredón. Pero durante la jornada me fui convenciendo de que había sido un espejismo y que, durante aquellos días en los que trababa la novela, mi cerebro empezaba a sabotear mi consciencia con personas que no existían y que querían existir a través de mí, de aquella historia en la que alguien estaría dispuesto a morir por ella, una ella aún sin forma.

Durante un tiempo estuve confundido, el personaje se quedó ahí, como un fantasma que se ha aparecido una sola vez y le deja a uno con la sensación, a medida que pasa el tiempo, de que ha sido engañado por el mundo, como si el mundo creara espejismos de forma aleatoria y le hubiera tocado a uno ser objeto de uno de esos episodios. 

Pero entonces María apareció en mi novela, llegó casi por casualidad y se quedó al lado del narrador como el niño que coge de la mano a un adulto con la esperanza de que no lo suelte nunca. Imagino que María era el reflejo de muchos de mis miedos y de otros tantos de mis anhelos. Podría decir que la historia necesitaba a María y que ella se aprovechó de ello para tomar la forma que no encontraba, como si siguiera la teoría de las ánimas de Platón, y algunas no pudieran reencarnarse en personas y tuvieran que hacerlo en el personaje surgido de la imaginación de un aprendiz de escritor.

María se equivocó al elegirme porque yo tenía claro que jamás iba a ser escritor y que aquella novela era una historia que no iba a llegar a ninguna parte porque era demasiado enrevesada y porque el narrador era poco creíble y menos aún lo suficientemente valiente como para llegar hasta el final de su historia. Pero si la novela se quedó físicamente parada en ciento cuarenta páginas, ésta empezó a crecer de otra forma sin que yo llegara a controlarlo del todo. Durante los dos años siguientes, la novela fue desarrollándose en mi cabeza, añadiendo y eliminando escenas, escribiendo diálogos que nunca llegaron a pronunciarse... y la vida y la maldita crisis me fueron engullendo poco a poco hasta dejarme sin palabras ni futuro, aún así me quedaba María y la historia de Moriría por ella y, en cierta forma, gracias a ello tenía momentos de secreta felicidad; hasta que un día María desapareció de esa versión imaginada y la novela pasó a ser ese proyecto en el cajón que nunca vería la luz y yo acabé por olvidarme de que una vez quise ser alguien diferente a lo que soy.

Ayer encontré un fragmento de la novela, unas notas en la que se reproducía un texto que no recordaba haber escrito, era parte de una escena entre María y el personaje principal, el narrador en primera persona. Y de alguna forma que no entiendo, todo volvió a empezar de nuevo.

"Creí que María se derrumbaría en cualquier momento, que se quebraría en mil pedazos como una figura de porcelana que se estrella contra el suelo; la sujeté fuerte por debajo de los hombros y la sostuve justo antes de que sus piernas le fallaran. María ladeó la cabeza y me miró tan de cerca que pude ver delfines y ballenas surcando el océano azul violáceo de sus ojos. Me miró como quien pregunta qué está pasando y sabe que por mucho que lo intente no va a comprender la respuesta.

Pero inmediatamente María, a pesar de todo, se recompuso; sus piernas se volvieron lo suficientemente fuertes para sostenerla, como esas cañas de bambú que soportan un peso que, a simple vista, es imposible que puedan resistir durante mucho tiempo. María tenía el cuerpo tenso, lo que no podían las fuerzas lo suplía la rabia y el acero templado con el que estaba hecha su alma. Su orgullo era más fuerte que la ley de la gravedad o que el límite de su cuerpo. Y sin saber el porqué pensé en los animales que, recién nacidos apenas tardan unos minutos en ponerse de pie, tambaleándose, practicando un equilibrio que sus patas aún no han aprendido a coordinar. Y en ese momento supe quién era María y también supe que si uno de los dos podría salvar al otro, era ella a mí y no al revés.

Y entonces me dí cuenta de quién era yo y lo mucho que envidiaría toda mi vida a las personas con la determinación de la que hacía alarde ella, de lo diferente que sería mi vida si  hubiera afrontado los problemas en lugar de haber huido de ellos, de que la cobardía no consiste en el hecho de encogerse de hombros y creer que lo que uno tiene es lo que le ha tocado, sino en conformarse con la idea que eso es inevitable, y también supe casi de inmediato que el valor es saber que uno nunca será lo suficientemente bueno y aún así dejarse la vida en intentarlo.

- Vamos, María - le dije con firmeza - Tenemos que salir de aquí antes de que lleguen quienes quiera que sean esos hombres.

María sonrió a sabiendas que malgastaba una energía preciosa - Sabía que vendrías - dijo -  Tú siempre acabas haciendo lo que menos te conviene."




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