jueves, 20 de octubre de 2011

Pan recién hecho


Ella trabajaba en la panadería de sus tíos los sábados por la mañana, de esa forma se sacaba un dinerillo para sus gastos del fin de semana mientras estudiaba. A mí me gustaba el olor a pan que desprendía su cuerpo cuando salía a mediodía rumbo a casa. Me acostumbré a esperarla y acompañarla hasta su puerta donde nunca pasaba nada; luego nos veíamos por la tarde, salíamos con un grupo de amigos en los que ninguno éramos del todo amigos, sino más bien una amalgama de caracteres inmiscibles, extraños entre los que lo difícil era confiar en el de al lado. Pero desde el primer día ella y yo dimos el uno con otro, como si nos hubiéramos reencontrado al cabo de mucho tiempo, sólo que no nos conocíamos, a veces lo decíamos "es extraño que nos hayamos cogido confianza tan así, de repente", y el otro asentía. A mí me gustaba la paz que desprendía, sus ojos verdes de fuego verde, sus manos grandes y sinceras, su tono de voz que hacía que me sintiera a salvo, y todas esas cosas que, además, sólo sabe un cuerpo cuando la ropa deja de ser piel por unas horas y las palabras no saben ser palabras.

"Me gustan tus ojos de selva" me decía, nunca supe qué otra cosa le gustaba de mí y a veces eso me atormentaba, porque yo quería tener mucho más que ojos de bosque, más que ese tolerancia a que fuera a buscarla a la salida de la panadería de sus tíos o ese acceso a su entretela del sábado noche en el ambigú sin cortinas de mi seat ibiza.

Creo que fue la primera vez que sentí que estaba con alguien más adulto que yo. Tenía un año y medio menos que yo pero era más madura, no porque tuviera las cosas claras, sino porque con sólo mirarla sabías que tarde o temprano las tendría, que había en ella una predisposición a hacer las cosas que debían hacerse en cada momento. Nunca le vi tener miedo el futuro, ni criticar a nadie, cuando hacía una locura, tenía las consecuencias calculadas de antemano. Estaba seguro de que sería una buena madre, que no perdería los nervios, que trabajaría sus ocho horas y que alcanzaría lo que se propusiera al final de la jornada, que no le perdería la ambición ni la desesperanza. A veces me preguntaba qué hacía ella junto a un soñador como yo, aparte de reírse con mis tonterías.

Escogí ingeniería por ella (y por mi pasión por Julio Verne) y hasta hoy no me he dado cuenta de que no éramos tan diferentes. En segundo de carrera (ella hizo derecho) conoció a un niño pijo de la zona alta y empezaron los equívocos conmigo. Era una estupidez mentirnos porque desde el primer día nos hablábamos casi sin palabras. Lo supe enseguida, lo supe desde el primer día que me habló de él y me lo describió como un idiota. Y el día en el que empezó a llamarle con toda naturalidad "Manel" refiriéndose a él, entendí que él ocupaba ese espacio de fascinación que todos tenemos. Muy pronto empezó a aborrecerme y antes de que acabara el curso, poco después de mi cumpleaños, cortó conmigo con la promesa de que no había una tercera persona.

Aquel verano fue uno de los más desoladores que recuerdo, lo pasó junto a él en su casa de la playa, haciendo que aquella "amistad" acabara en romance sin que ninguno de los dos se lo hubiera imaginado (nótese aquí cierto sarcasmo).

Esta tarde, cuando iba a casa de mi hermana, al pasar por delante de la panadería que hace esquina en su calle, me he cruzado con una mujer que, al salir, arrastraba tras de sí un aroma a pan que me ha transportado a aquellos sábados de principios de los noventa. Y me ha entristecido porque el tiempo borra las huellas sólo parcialmente, el tiempo es un mal sepulturero y me he preguntado qué habrá sido de ella. Y me ha dolido llegar a la conclusión de que las cosas que nos pudieron haber pasado poco o nada importan, que durante todos estos años me he sentido fascinado por mujeres que no tenían nada que ver con ella pero con las que se ha repetido, curiosamente, patrones similares.

Y es que no estamos nunca a salvo en esta Las Vegas de los sentimientos, donde mientras esperamos el Jackpot nos vamos convirtiendo lentamente en ludópatas de sentimientos, arriesgando y arruinándonos con cada amor que aparece, como una mano de cartas, creyendo que si otros ganan también ganaremos algún día el premio de la felicidad con mayúsculas y ya no tendremos que temer nada.

Y puede que el amor no excesivamente sucio exista, y puede que algún día paremos de apostar en esa huida hacia adelante en el que nos jugamos en cada encuentro el resto, o puede que no, que en realidad estemos haciendo lo correcto, no desfallecer nunca, buscar nuestro destino, tener la esperanza de que alguna vez se dará el caso de que por fin dejaremos de ser mercancía emocional a bordo de un tren sin destino.

Da qué pensar qué me ha aportado el olor a pan de esta tarde, y cómo ha saltado el resorte. A veces, una vida se resume en algo fortuito y que significó en el pasado algo más grande de lo que creímos en aquel momento.

Porque inmediatemente después mis manos sintieron el tacto de las suyas y aunque no pude acordarme de su voz sí supe que me daba paz...

... y es que uno está construido con ladrillos invisibles, uno es más cristal de lo que parece.

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