lunes, 30 de marzo de 2009

Si pudiera...


Si pudiera viviría como quisiera. Viajaría de un lado a sin otra intención que hacer amigos, escribiría historias en papeles y se los daría al viento, si pudiera vivir como yo quisiera viviría siempre en tránsito, de un lado para otro, de tu casa a la mía y viceversa, de tus páginas a las mías, viviría siendo menos el otro que me persigue para que trabaje en aquello que detesto y me dedicaría a ser yo mismo con ensañamiento, nocturnidad y alevosía.

Si pudiera vivir como quisera siempre estaría soñando despierto, buscaría el mar y el monte, y el páramo y la ciudad en penumbra. Buscaría el calor bajo la ropa de las muchachas y les daría mi corazón de veras. No puedo no dar el corazón a cada instante, tanto sólo para mí me pesa. Si pudiera vivir como yo quisiera querría vivir entre tú y otra vez tú.

Si pudiera vivir... alto. ¿Quién me dice a mí que no puedo vivir como quiero? Algo ocurre en este instante. Curiosamente cuando paso del quisiera al quiero se acortan los viajes, se avergüenzan los papeles, se esconcen las manos en los bolsillos, ahorro el corazón para mañana, la dejo ir sin sentir el calor bajo su ropa, me vuelvo triste y me siento en una piedra del camino. Y entonces me pregunto qué pasa y un niño me contesta algo así como mi padre no me deja alejarme demasiado. ¿Alejarte de dónde? Y el niño se encoje de hombros y señala una casa en decadencia. Y entonces comprendo pero no sé qué hacer. Es mi casa.

¿Nos vamos? le digo. ¿Quiénes? me responde. Tú y yo solos. El niño soy yo con ocho años. Soy muy pequeño aún, me dice. Haré sufrir a mis padres si me voy. Miro hacia la casa. Ya no es mi casa, es la casa de mis padres... Sale mi padre a través de una vieja puerta de madera y se nos acerca.
Mi padre tiene setenta y cinco años. Me cuenta que él se fue de su casa cuando tenía treinta y seis años y dejó a sus padres en el pueblo. Llora. Llora como un niño. Yo, con ocho años, me acerco y le paso la mano por el hombro. Me fui de su lado, dice secándose las lágrimas, y fue para peor. Nunca más pude ser feliz. Yo, con treinta y ocho años me siento a su lado. Creo que es la primera vez que le entiendo. La gente aquí era extraña, había buena gente y mala gente, pero eran todos extraños. No quiero que te ocurra a tí lo mismo. No, a tí no, hijo querido. No quiero que pases la culpa de que tus padres vivan ancianos y mueran añorándote, no te deseo ese mal porque sé lo que es. Quédate, te lo suplico, será lo mejor para tí.

Yo, con ocho años, me mira a mí con trenta y ocho y me dice que ahora sabe por qué no se quiere ir. Me quedo pensando un rato. Luego digo:

"El abuelo se viene con nosotros".

Y a mi padre se le brillan los ojos de alegría porque por fin a donde vaya no todos serán extraños.


Esto ha salido espontáneo, no sé, creo que al fin he comprendido en algo a mi padre. Algo que me aprisionaba como una camisa de fuerza. Mi padre siempre se ha sentido como un "deportado" y nos ha visto como el impedimento para volver a su Ítaca. Es como si me hubiera contagiado el miedo a que si me voy no podré volver. Su miedo. Un miedo que yo he visto sin entenderlo.
No sé, me siento liberado y al mismo tiempo siento una infinita compasión por el niño que es mi padre. Sé que puedo hacer algo. Y lo voy a hacer.
Curiosamente no tengo ninguna foto con mi padre pero sé que ésta le gustaría

1 comentario:

Concha Barbero de Dompablo dijo...

Haz el favor de escribir a mi dirección de correo y te desvelo el título de mi siguiente libro. ¡¡¡¡Te vas a quedar pasmado!!!!

No hace falta más que un mensaje en blanco (que yo no soy de muchas conversaciones privadas :-): Me gusta hablarle al viento ;-), pero vas a quedarte de piedra. El título lo puse hace días, registrado está.